enero 12, 2009

Otra forma de mirar una guanábana

Más allá de centro Habana, después de unos barrios vetustos que se llaman la Víbora y Santos Suárez, viven Clara y Pedro, dos hermanos heptagenarios amigos de mi familia cubana. Para ir a verlos hay que coger una guagua que lleve hasta la Habana Vieja, y ahí cambiar por otra que pasa cada hora y que sube serpenteando por la poblada colina.

Al tenerlos por delante entiendo porqué vale la pena venir a verlos. Ella es química, trabajó muchos años para una compañía farmacéutica del estado y conserva esa sencillez lúcida de la gente útil. Él también trabajó mucho tiempo y sobrevivió a una operación de próstata que no hizo sino aumentarle el humor: su anécdota de bienvenida es que el médico que lo operó murió prematuramente.

Como ellos, su casa logra conservar el encanto que debió haber tenido en una época mejor a ésta, cuando los macetones pendían más exhuberantes en el mismo corredor y el mismo sol iluminaba el mismo muro de color amarillo sólo que entonces la gente cruzaba el umbral sin pensar en el mal estado de las calles ni en el dolor de los huesos.

Afortunadamente, los cubanos son porfiados. La charla remeció recuerdos, extrajo los mejores y animó sus bocas elásticas durante un rato. Al final de la visita, de pronto, Clara se perdió en la cocinita donde ronroneaba un refrigerador de manufactura soviética y volvió con un presente por demás inesperado: una sencilla guanábana.

Yo tardé en reaccionar pero pronto me di cuenta de que hacía varios nudos de mar que no había visto una guanábana. En el mercado de frutas que veía en Línea sólo encontraba papayas muy maltratadas, insípidas; naranjas ácidas, guayabas, yuca... Nunca algo tan suave, tan fragante , pero sobre todo tan preciado como esa guanábana, pues una fruta simple que en México podía encontrarse en cualquier supermercado, incluso en forma de paletas, nieves y aguas, en Cuba hacía falta imaginarse cuánto había zancajeado la mujer para conseguirla.

Su otro valor tenía que ver con el hecho de desprenderse espontáneamente de algo que claramente hacía falta. Pensé en todos esos regalos que damos sin que darlos nos afecte o nos requiera un sacrificio. Es muy rara la ocasión en que aceptamos dar algo que nos sirva a nosotros primero. No parece lógico, hasta lo consideramos de mal gusto, pero la verdad de fondo es que no sabemos trasladar el beneficio del objeto sobre otros, sólo damos lo que no nos afecta perder.

Esa misma noche la familia se activó y desempolvó la vieja licuadora que aguardaba en su rincón por una ocasión tan especial como ésta. Yo mismo me encargué de deshuesar y quitarle la piel a la guanábana, menudamente, cuidando de no desperdiciar ni un gramo de pulpa para que rindiera más. Me topé con un lado maltratado y reí pensando en qué poco tiempo habían cambiado tanto las cosas: por ese simple defecto en México esa fruta ya hubiera ido a parar a la basura.

El espeso batido de guanábana con leche lo bebimos después de la cena. Un sólo vasito contenía tantas cosas, que no me apeteció beberlo de un sólo trago, como normalmente hago con todas las cosas. De pronto se trataba de desmenuzar todo el sabor, como si quisiera explicarlo y a través de esa explicación, guardarlo. Sólo se me ocurrió dar pequeños tragos para que el perfume ascendiera por la laringe alargando lo más posible el momento.

Gracias por leerme, pero ya que andas en eso, escríbeme tu comentario...

Archivo del blog

Contacto

reneasdrubal@hotmail.com