febrero 22, 2009

Señales apocalípticas: el capitalismo poniendo la gente a descansar


Ni cómo negarlo: en México estamos sumidos en varis crisis. Una de ellas es la económica, y más precisamente la del empleo. Aunque para algunos sigue siendo un rumor infundado (por todas partes se sigue viendo a la gente gastar como si no pasara nada), para otros ya es una realidad que no se puede disfrazar con más entregas de oscares ni fechorías de la Lucerito en la telenovela de la noche.

Los despidos nos rodean. Las historias que se cuentan en la sobremesa son cada vez más cercanas y despiadadas. En ellas, la lógica del capitalismo no deja de mostrar sus dientes afiladísimos. La gente que ya estaba enganchada del cuello por la cuestión económica resulta la primera en perder su empleo. Los que menos protecciones tenían y más horas de su vida sacrificaban para que la rueda marchara, se quedaron botados y la carcacha quiere seguir su camino sin ellos.

De enero para acá muchos ya se fueron a su casa royendo la pregunta sin fondo de qué van a hacer sin sus 700 pesos a la semana para pagar las deudas que con despreocupación habitual mexicana contraían cada mes, más la renta, más las escuelas, los camiones y, claro está, la comida diaria...

En cambio, los de cargos más arriba esperan en sus casas porque los pusieron a descansar a fuerzas. Prefiero esto a que me despidan, dicen con gesto de gusto pero con el estómago contraído, porque tampoco saben lo que va a pasar. ¿Y si la medida precautoria no basta? ¿Quiénes serán los siguientes despedidos? Todos los rumores parecen creíbles y también hacen su parte acabando con la paz de la gente, aunque estén reposando en sus casas.

Marx en su tumba debe estarse muriendo de risa, que el capitalismo mande a sus fuerzas productivas a descansar es tanto como que el socialismo idee monopolios para hacer posible la acumulación de capitales. Y ambas cosas ya las estamos viendo. ¡Se acerca el fin del mundo! diría mi tía Conchita.


(*) Imagen de Rafael Magallanes Quintanar.


febrero 19, 2009

Mi barrio


Me gusta mi barrio. Aunque las banquetas estén un poco derruidas y haya tramos en que de tanta tierra suelta pareciera que estamos cerca de la playa. Con el menor pretexto agarro mi vieja casetera y me salgo a caminar. Voy a comprar unas ligas en la papelería amontonada que dos hermanas cotorritas tienen en una cochera. O voy a recoger los cartuchos de tinta que mandé rellenar con un señor que puso una lona afuera de su casa. O como hoy, me llego hasta la Farmacia Guadalajara y me entretengo dando vueltas en los anaqueles, mirando las cámaras fotográficas que se hacinan en un mostrador por demás revuelto, cerca de los bisquets calientes y de las botella de Pinol. Huelo los champús corrientes -que han dejado de ser baratos-, miro los esponjosos panqués en bolsa que hace años que no pruebo y que jamás cambiaría por los bolillos crujientes del mercado, y lo más placentero es que salgo como entré: sin comprar nada.

Porque en realidad nada necesito y ésta no es una declaración de presunción material. Lo placentero está en observar que he aprendido a prescindir de muchas cosas que se venden en esos lugares. Que ya no me provocan. Que las he observado y sé lo que contienen más allá de sus coloridos empaques que también son más dañinos de lo que parecen. Como lo digo en un artículo que estoy escribiendo, no puedo zafarme de un sistema económico que sólo ha dañado a la gente -incluso a la que parece que ha ayudado-, pero desde mi modesta posición sí hay cosas en las que puedo darle la espalda.

Cada vez necesito menos cosas, y esas cosas vienen menos empacadas o provienen de la tierra. Encuentro placer en cosas pequeñas como estos paseos. Me gusta lo local por su imperfección sincera. No creo en muchos espejismos que nos rodean y por eso mi tesis doctoral se titula "Función social de la Publicidad en México" porque quiero saber cómo esa forma de educación nos bloquea y pervierte nuestro sentido de la realidad.

febrero 06, 2009

¡No quiero saber nada de Bancomer!


Hace como un mes cancelé mi tarjeta de crédito por teléfono, después de un largo partido de tennis de número en número y extensión en extensión y pique aquí y pique allá... Ese día me tocó ir corriendo a depositar cuatro pesos para que pudiera proceder la baja de mi cuenta. Bueno, dos semanas después ¡me vuelve a llegar el estado de cuenta! Saldo: tres pesos.

Para esto, un largo litigio con la Condusef de por medio no condujo más que a encuentros en donde un licenciadillo panzón nunca entendió el porqué de mi queja: las inconsistencias en la información. Por teléfono me avisaban que debía una cantidad y que debía pagarla en tal fecha, en el estado de cuenta me decían otros datos. Cuando trataba de confrontarlos, otro funcionarillo pedorro me decía que no hiciera caso, que pagara... ¡en otra fecha! Nunca entendieron que yo peleaba por mi derecho a no ser confundido por el mismo banco.

Considero a los bancos en general una gran calamidad, una desgracia humana, un mal del que tenemos que servirnos porque desgraciadamente el sistema está hecho a su medida. Pero lo que más lastima en estas mañanas de desazón de creer que uno nunca se va a poder librar de ellos, ¡ni pagándoles! es la falta de sentido común que demuestra su personal, como si lo primero que tuvieran que evitar es reflexionar y ponerse en el lugar de los clientes.

¿Que no era ése un principio clásico de mercadotecnia?

Últimamente me pasa que no veo en realidad que a alguien le importe la opinión de los clientes. Los dueños están muy ocupados invirtiendo sus ganancias, creyendo que los que los representan lo hacen bien. Los gerentes son inaccesibles y creen que todo se cumple como ellos dicen. Y a las empleadillas telefónicas que se supone que con el contacto con el público les vale un cacahuate que la gente cancele una cuenta o que abra diez, a ellas les van a pagar lo mismo, lo que quieren es terminar la llamada para seguirse pintando las uñas y de ser posible no ser interrumpidas.

Yo también quisiera no tener que volver a abrirme paso entre sus sus tontas grabaciones, no ser obligado a escuchar sus ofrecimientos capciosos, a responder a sus desangelados con quién tengo el gusto, y a repasar el resto de sus frases desgastadas y automáticas que mueven a lástima. ¿Quién sno e acuerda de aquellas tétricas muñecas que tenían un disco en la espalda? De esa marca es la gente que trabaja últimamente en atención al cliente.


Gracias por leerme, pero ya que andas en eso, escríbeme tu comentario...

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