mayo 31, 2008

Los heterosexuales no saben lo que tienen

Los veo en el supermercado: un desagrado profundo en sus rostros al subirse al coche. Un desinterés franco al cargar al bebé. Una fatiga indisimulable para quitar el seguro y abrirle la portezuela a la esposa. Cuando están los dos a bordo, no se hablan. Parece que el coche, como esos de Disneylandia, conduciera solo.

Los heterosexuales no se pasan la infancia y menos la adolescencia defendiéndose de ataques que no entienden y que los llevan a sentir desagrado por sí mismos.

Se casan cuando quieren y la sociedad cierra filas para que duren juntos. Sus bodas son acontecimientos públicos, la gente gasta todo lo que puede para darle brillo al acontecimiento, les dan enormes regalos y las dos familias de los consortes buscan entretejer también, en el mejor de los casos, una buena relación.

Pueden tener hijos a la hora que quieran (en México las madres adolescentes es una cosa que asombra) e incluso hacer de ellos los más desdichados, descargar en ellos todas sus frustraciones, transmitirles todas sus fobias, hacerlos pagar sus malas decisiones, todo nada más porque biológicamente Dios les dio ese derecho, dicen. De todas formas, aseguran no quedarse solos al final de sus vidas.

Si se mudan, si obtienen una beca, si reciben seguridad social de sus empresas, las esposas están consideradas, viajan con ellos, se instalan con ellos. Ni qué decir en Francia donde los impuestos se reducen notablemente para las parejas, y si tienen hijos las ayudas sociales se multiplican: en el bus, en el tren, en el teatro, en las escuelas.

Pero sobre todo, a nadie parece interesarles su sexualidad. Aún cuando para toda la especie humana las cuestiones de sexualidad son complejas, acarrean muchos conflictos, permanecen muchas verdades ocultas, en el caso de los heterosexuales la sexualidad no va por delante ni es motivo para aceptarlos o para rechazarlos. No tienen que preguntarse si en un país van a ser vistos o no, ni cuidarse de provocar la ira de los vecinos o la reacción de los amigos cuando sepan lo que hacen cuando cierran las puertas de su casa.

Los heterosexuales pueden estar juntos por treinta o cuarenta años si su salud se los permite, sin temor a que una nueva ley intente separarlos al día siguiente. Pero la prueba más grande de que no saben todo lo que tienen es que justamente muchos se niegan a compartirlo. Ni siquiera entienden de qué se les habla.


mayo 30, 2008

Propuesta: el idioma no debería llamarse español

Cada vez que hablo de esto la gente me ve con ojos de "cuánto le ha afectado estar fuera de México", pero sigo creyendo que se trata de algo importante. El idioma no debería llamarse español.

  • Es impreciso: se confunde con el español (gentilicio de España).
  • Es incompleto: somos 21 países los que hablamos esa lengua.
  • Es negativo: actúa como un recordatorio constante de las costumbres que fueron impuestas y del origen incómodo de nuestros pueblos.
  • Y es injusto: pareciera que no ha habido contribución de nuestra parte a la riqueza del idioma. Las voces reconocidas se siguen llamando "americanismos" en el diccionario, mientras que las expresiones que surgen en España son sólo voces modernas.
Enfin, no estoy diciendo que excluyamos a España (país que tiene muchas cosas dignas de imitarse), sino que dejemos de ocultarnos debajo del nombre de nuestra propia lengua.

El hispanoameri. El amerespani. El hispani. El hispanoamerixe. Con un nombre de ese tipo ya nadie pensaría que si hablamos español es porque nacimos en España. Y a la inversa, se acabaría la creencia de que los otros veinte países sólo hablamos el remedo de una lengua usurpada.

Una iniciativa de este tipo, aún si polémica, haría mucho por nuestra maltrecha identidad latinoamericana.

Arañas y recuerdos por los rincones

Creo que alguna vez leí, o quizá inventé que lo leí para sonar más convincente en alguna conversación, que las personas que tienen fobia a algo, inconcientemente están buscando todo el tiempo el objeto de su fobia.

Hasta la adolescencia le tuve un miedo irracional a las arañas. La imagen de sus telas colgado en algún rincón del jardín me tuvo alejado de ese territorio toda la infancia y ya en la edad adulta creo que me dejó la costumbre de esperar siempre a que alguien pase primero para ir yo detrás.

Si entraba al baño siempre había una araña güera esperándome detrás de la puerta, con sus enormes patas rectas abiertas en split, sus dientes de morsa diminuta y su peluda piel atigrada como cobija barata. Donde quiera que saliera una araña, era yo quien la encontraba.

Una vez (esto no me lo inventé aunque suene a relato de mi prima la Yoyita, quien jura haber visto al Chupacabras colgado de su ventana), trabajando en la computadora en casa de mis papás, una extraña fuerza me atraía hacia el closet cerrado. Aunque no era el mejor momento , no pude más con esa sensación y me levanté y me puse a ordenarlo. Debajo de los endurecidos trapos de cocina y toneladas de sábanas, en el último recoveco, había una lustrosa viuda negra. Entonces comprendí el poder del inconciente.

A mi mamá le pasa algo parecido con las cucarachas.

A mi hermano, con la gente adinerada.

Enfin, a mi ahora me pasa con los recuerdos. Les tengo fobia, pero los encuentro por todas partes, como si en el fondo los estuviera buscando.









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