Era gordita, trasparente, con una tapita azul que había que girar para servirse. Ya tenía desprendido el remate del puente pues la había comprado en Gigante, muy barata. En ella, el espeso licuado de papaya sin azúcar, excelente para la digestión según mi libro sobre cómo combinar los alimentos, para prevenir úlceras por los sucesos que nos rodeaban, y para refrescar el calor sofocante que a veces traíamos cargando de las calles, lucía apetitoso, como un maná que reactivaba la confianza y la calma.
Pero los recuerdos son imágenes y las imágenes viven entrelazadas en el imaginario, no se pueden separar del resto de las imágenes. Y en ese lugar, la jarrita del agua de papaya pertenece a un universo más grande, del que emerge necesariamente.
Ese universo era el de la barra de la cocina con sus azulejos rojos. El de la licuadora que había que limpiar de cierta manera. El de los licuados de plátano y la eterna discusión sobre si debían llevar chocolate o no. Es decir, el universo de las meriendas. De los rituales nocturnos, de la presencia.
Años después, mi cuerpo revive íntegramente, aunque casi sin querer, la sensación de tomar esa jarrita entre las manos, de girar la tapa que siempre se iba de paso, de calcular el peso para servir y luego llevarme el tosco vaso de plástico lleno de agua de papaya a los labios. Pero al mismo tiempo, también sin querer, la sensación de saber que mientras tanto en la pieza de al lado alguien se untaba crema frente a la televisión y sonreía y se alegraba por mi presencia/ausencia, se activa.
No encuentro mejor ejemplo para insistir sobre lo que parecía eterno, y que no era más que un diminuto instante.