noviembre 18, 2008

Para pasar por cubano

- Oieeee, eto no’é canepueco…!

Su lenguaje de puras vocales es lo primero que te saca del sueño. Luego sigue el silbar de las ollas expres hirviendo a toda marcha los frijoles negros del día, el vapor fragante de sus ollas arroceras repletas de un arroz blanco y esponjoso que a mi me recuerda la morisqueta de Uruapan, y el olor a fritura de sus viandas, como ellos llaman a la yuca, el boniato y la malanga que sirven siempre de acompañamiento.

Los cubanos se levantan temprano y, sin mayor distracción mediática, desde esa hora comienzan a inventar. Después de la caída de la Unión Soviética los periodos especiales anunciados por el gobierno se multiplicaron y casi se volvieron la norma. Hubo un tiempo en que en vez de apagones había alumbrones cada vez que se reponía la corriente eléctrica. Cada día para los ciudadanos resulta una prueba matemática, lógica, de habilidad, de resistencia, de ingenio y cordura, en la que hay que inventar soluciones para salir avante en las cuestiones más elementales.

Los oigo muy de cerca, no sólo porque las ventanitas abiertas de los edificios casi se rozan, sino porque la precariedad general los iguala a todos y ha desterrado el pudor. Se narran hasta dónde tuvieron que caminar para encontrar cebolla. Se quejan de que no hay huevo, o de que los vecinos les tienen la vida hecha un yogur. De que está saliendo muy poquito gas y a ese ritmo habrá que pasarse todo el día cocinando. De que ya anunciaron que sólo tres países están a favor del bloqueo económico, pero que esa noticia sigue sin dar para comer. Con tanta inconveniencia rondando, me da pena seguir acostado y me levanto.

Voy por el pan y, como en todos los negocios, hay que hacer fila de varios minutos. De paso, pregunto si no van a apagar la estrepitosa alarma de una bodega de cerveza que hace más de una hora que se activó. Nadie sabe qué hacer. Cuidado con las cañerías rotas que vierten el churre en la banqueta misma sin que el estado las repare: no hay con qué. ¡Se me olvidó traer una java!, me doy cuenta al ver a una señora que vende bolsitas de plástico astutamente entre la fila. El solecito empieza a calentar la Habana pero el aire, tan temprano, se siente muy sucio a causa del keroseno de los almendrones, esos voluminosos coches de los años cuarenta y cincuenta que ahora circulan como taxis compartidos y que son verdaderos museos rodantes.

Todo mundo me dice que trate de pasar por cubano para que no me quieran ver la cara y cobrarme en divisa. Pero como las malas intenciones nunca se logran, los indicios de que soy mexicano se me salen por todos lados.

- Buenos días, disculpe, ¿cuánto cuesta el bollo?

- Díiiime? –me salta impaciente la vendedora, una negrona que de un solo caderazo me lanzaría de regreso a mi país, incrédula, porque piensa que le estoy preguntando el precio de sus genitales.

- Poóme un’arra de media libra a’í… - se me adelanta un señor poniéndome el ejemplo de cómo hay que pedir las cosas.

En Europa los otros latinoamericanos y los españoles también se ríen de nosotros por nuestra cortesía constante y exagerada. Este servilismo viejo que tenemos en la sangre los mexicanos que todo lo pedimos bajo tres candados de si usted quiere, por favorcito, su mercé, con miedo de que nos pase como a los maderos de San Juan que piden pan y nos le dan, piden queso y les dan hueso que se les atora en el pescuezo...

Pero también la voz de los cubanos es distinta a la nuestra. Me muero de envidia por los trombones de sus gargantas con los que se hablan, no sólo de balcón a balcón como los italianos, sino de calle a calle. De una esquina a la otra la gente ya viene saludándose. No podría ser de otro modo para preguntar la ruta a los choferes de los almendrones que siempre traen el reggaeton a todo lo que da. Tampoco podrían hablar bajito como nosotros por todas las consonantes que no pronuncian, pienso. Pero si por un lado su erre, su ese y su ye son ya casi ilusiones, su cuerpo entero es una enorme caja de resonancia.

Todos los cubanos son así. Algo tienen por dentro demasiado impetuoso y todo el tiempo se les está saliendo. Los hombres son machos machos, Pedros Navajas con arracadas y bíceps de hierro. Ufanos, cuando caminan parece que van a bailar, que se van acercando a la pista con los primeros contoneos. Su voz es grave a más no poder, una octava debajo de la nuestra. Suena como salida de una gruta lúbrica y oscura donde el que no cae, resbala.

Las mujeres son exuberantes como arbolones de manglar, inventivas en su arreglo, detallistas. Nada que ver con las francesas que con el cuento de que son bonitas no se pasan ni un peine y salen a la calle llenas de trapos ripiados como si un perro les hubiera saltado encima. En ningún otro país las caderas, los muslos y los senos son tan importantes. Aquí se los resalta, se los presume, se los saca a pasear, forman parte del patrimonio nacional. En la primaria, las niñas ya bailan con una sensualidad pasmosa.

Para pasar por cubano tendría que aprender a soportar mejor las carencias, a no pensar en lo maltratada que está la fruta en el agro, a no saber muchas veces qué se está comiendo uno.

- De qué son las croquetas?

- De ave…

- Ah, ¿de pavo?

- No, ¡de averigua!

Concentrarme en cosas más reales. Cuidar las pertenencias porque una vez que se rompen no hay forma de encontrar las piezas, todo sale en un ojo de la cara. Valorar cada silla, cada mesa, cada puerta que guarece del viento de los ciclones.

Buscar hacer más con menos, como hacen en todas las casas donde el pollo se desmenuza en el arroz y el resultado es una cosa magnífica y más rendidora. No quejarme porque hay que zancajear mucho para ir a trabajar o a estudiar, incluso después de haber tomado la guagua. Alegrarme con pequeños placeres, como el de los helados Coppelia que se vuelven más sabrosos después de que hay que esperar hasta cuarenta minutos haciendo cola, eso sí: sabiendo bien detrás de quién va uno, astucia que también tendría que aprender.

- Último en la fila?

-Iooo…

- ¿Detrá’e quién?

- De aqueia señora junto al álbol

noviembre 09, 2008

Érase una vez dos monedas

Mentira que en Cuba no puedan encontrarse fácilmente una plancha de vapor de última tecnología, un par de tenis dorados marca Nike como los que usan los cantantes en los videos, o incluso un moderno juego de sala. La primera vez, uno llega a la isla creyendo que lo van a mirar como a un marciano si sale a caminar por el malecón llevando su mp3; armado con mil productos de aseo personal que creemos que allá será arduo obtener, y preguntándonos si lograremos adaptarnos a la lógica de un país socialista acostumbrados como estamos a que teniendo capital todo se puede obtener.

La realidad es que en Cuba, el discurso oficial del gobierno resulta sólo el ropaje viejo y teatral de un sistema mercantil tan deshonesto y antisocial como el del más capitalista de los países de occidente. La serie de dificultades ligadas al comercio clandestino para la obtención de productos básicos, y otras prácticas ya asimiladas e institucionalizadas por el estado, principalmente la puesta en circulación de un doble sistema monetario, llaman la atención por su carácter antinacional en un país que se dice primero en la defensa de la soberanía y el bienestar social.

Aunque ya se contaba con una moneda nacional, el peso cubano convertible se puso en circulación en 2004 para servir como forma de pago en los establecimientos autorizados para la venta de productos y servicios en moneda extranjera (es decir, el ramo turístico), con el objetivo de ejercer una forma de control estatal de este tipo de ingresos en la isla, y con una paridad idéntica al dólar. No obstante, el peso convertible o “chavito” también se autorizó como una forma de pago en ciertas entidades (que no se enlistan en la declaración oficial) para estimular su circulación entre la ciudadanía.

Desde entonces, el chavito (equivalente a veinticinco pesos cubanos) parece haber institucionalizado lo que en Cuba ya se daba de forma no reconocida: la existencia de dos realidades económicas (y por ello sociales) que distingue entre los que poseen divisa o moneda extranjera, y los que no la poseen y por lo tanto no pueden acceder al tipo de bienes y servicios cuyos precios, acordes con la economía del extranjero, resultan inalcanzables para los ciudadanos que ganan en moneda nacional, al grado de que un muslo de pollo y un refresco en un rapidito puede representar un tercio de un sueldo mensual.

Si por un lado las Cadecas (casas de cambio) instaladas por el gobierno a lo largo de toda la isla sirven para ejercer una suerte de blanqueo de las monedas extranjeras circulantes (en abril de 2005 el valor del dólar frente al peso convertible se revaluó en un 8%); por el otro, Cubalse (poderosísima concesionaria estatal autorizada para la explotación en peso convertible de restaurantes, supermercados, mueblerías, boutiques y toda clase de chopin, tiendas de recuerdos, expendios de comida rápida, autobuses turísticos, hoteles, ferreterías, etc.) promueve la operación de una economía capitalista en un país donde el esfuerzo individual por acceder al capital está penalizado.

De esta manera, el peso nacional corresponde con los ideales frustrados de la revolución (ya que según éstos la población sólo necesitaría pagar por pocos beneficios extras además de los que el estado garantiza), mientras que hipócritamente el peso convertible debe su demanda justamente al hecho de que esos ideales en la realidad no se cumplen y la gente tenga que inventar –con todo su costo social- para acceder a ese bienestar exclusivo que se expende en divisa. Ojo: a veces ese bienestar puede ser un coche o una mejor casa, pero también puede ser simplemente una bolsa de leche en polvo, una libra de carne o un cepillo de dientes.

La chopin, como llaman los cubanos a esa especie de reino encantado en donde van a encontrar todo lo que necesitan y que el estado no les puede dar, pero que les ofrece a cambio de jugosos pesos convertibles -que a su vez tampoco les puede dar-, contiene en su nombre la doble figura de la cubanidad que todo se lo apropia con alegre resignación y lo convierte siempre en algo musical, y la influencia indeseable del shopping, promotor en todo el mundo (y bajo todos los regímenes, ya se ve) de la concentración institucionalizada de la riqueza.

Cuba, Cubita, Cuba


a L.

"Ay, pena, penita, pena. Pena de mi corazón...".
Pienso en esta canción de la Faraona para prologar mi viaje a Cuba por todo el amor que terminamos desarrollando por esas cosas que nos duelen. O al revés, porque el amor que sentimos es tanto tanto que termina por dolernos.

No logro discernir si ese país me tocó tanto porque es pequeño, y eso hacía que lo sintiera mío, como cuando soñaba a quedarme a vivir adentro de un armario. O porque sé que la gente necesita ayuda y siempre he tenido predilección por la gente que requiere algo de mí, como si no concibiera otra razón para que me quisieran. O porque a pesar de ser tan sexuales (no hay otro país en donde el trasero de las mujeres y los brazos musculosos de los hombres sean tan importantes), percibo en los cubanos una inocencia colectiva, una ingenuidad relacionada con que los placeres aquí tienen que ser simples porque no hay de otra.

Pero también es porque este viaje lo hice con uno de los cariños más grandes de mi vida, a quien ahora me une una amistad franca y profunda, aunque a veces nos equivoquemos. Con ciertos días de distancia, me doy cuenta de que visitar con él los escenarios en donde transcurrieron sus días felices de inocencia isleña, sus años de estudiante siempre llenos de zozobra pero tocados con el polvo mágico de lo que vendrá, los dulces recorridos diarios que un día no se repiten más, y ver a su gente, y comer su comida y pararme en su balcón a mirar el mar en los momentos de angustia, se trató realmente de un regalo de la vida.

Y uno siempre quiere más de esos regalos, aunque no se los merezca. Y yo quisiera volver a tomar un almendrón en la calle 23 y bajarme en Coppelia y preguntar en la fila quién es el último, y esperar a que me sirvan la ensalada con vainilla y rizado de chocolate. Y pasar la tarde andando todo el malecón o mirando los balcones vetustos de centro Habana mientras nos hacemos un cuento, y otro y otro más...
Gracias por leerme, pero ya que andas en eso, escríbeme tu comentario...

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