
Hace como un mes cancelé mi tarjeta de crédito por teléfono, después de un largo partido de tennis de número en número y extensión en extensión y pique aquí y pique allá... Ese día me tocó ir corriendo a depositar cuatro pesos para que pudiera proceder la baja de mi cuenta. Bueno, dos semanas después ¡me vuelve a llegar el estado de cuenta! Saldo: tres pesos.
Para esto, un largo litigio con la Condusef de por medio no condujo más que a encuentros en donde un licenciadillo panzón nunca entendió el porqué de mi queja: las inconsistencias en la información. Por teléfono me avisaban que debía una cantidad y que debía pagarla en tal fecha, en el estado de cuenta me decían otros datos. Cuando trataba de confrontarlos, otro funcionarillo pedorro me decía que no hiciera caso, que pagara... ¡en otra fecha! Nunca entendieron que yo peleaba por mi derecho a no ser confundido por el mismo banco.
Considero a los bancos en general una gran calamidad, una desgracia humana, un mal del que tenemos que servirnos porque desgraciadamente el sistema está hecho a su medida. Pero lo que más lastima en estas mañanas de desazón de creer que uno nunca se va a poder librar de ellos, ¡ni pagándoles! es la falta de sentido común que demuestra su personal, como si lo primero que tuvieran que evitar es reflexionar y ponerse en el lugar de los clientes.
¿Que no era ése un principio clásico de mercadotecnia?
¿Que no era ése un principio clásico de mercadotecnia?
Últimamente me pasa que no veo en realidad que a alguien le importe la opinión de los clientes. Los dueños están muy ocupados invirtiendo sus ganancias, creyendo que los que los representan lo hacen bien. Los gerentes son inaccesibles y creen que todo se cumple como ellos dicen. Y a las empleadillas telefónicas que se supone que con el contacto con el público les vale un cacahuate que la gente cancele una cuenta o que abra diez, a ellas les van a pagar lo mismo, lo que quieren es terminar la llamada para seguirse pintando las uñas y de ser posible no ser interrumpidas.

Yo también quisiera no tener que volver a abrirme paso entre sus sus tontas grabaciones, no ser obligado a escuchar sus ofrecimientos capciosos, a responder a sus desangelados con quién tengo el gusto, y a repasar el resto de sus frases desgastadas y automáticas que mueven a lástima. ¿Quién sno e acuerda de aquellas tétricas muñecas que tenían un disco en la espalda? De esa marca es la gente que trabaja últimamente en atención al cliente.
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