noviembre 09, 2008

Cuba, Cubita, Cuba


a L.

"Ay, pena, penita, pena. Pena de mi corazón...".
Pienso en esta canción de la Faraona para prologar mi viaje a Cuba por todo el amor que terminamos desarrollando por esas cosas que nos duelen. O al revés, porque el amor que sentimos es tanto tanto que termina por dolernos.

No logro discernir si ese país me tocó tanto porque es pequeño, y eso hacía que lo sintiera mío, como cuando soñaba a quedarme a vivir adentro de un armario. O porque sé que la gente necesita ayuda y siempre he tenido predilección por la gente que requiere algo de mí, como si no concibiera otra razón para que me quisieran. O porque a pesar de ser tan sexuales (no hay otro país en donde el trasero de las mujeres y los brazos musculosos de los hombres sean tan importantes), percibo en los cubanos una inocencia colectiva, una ingenuidad relacionada con que los placeres aquí tienen que ser simples porque no hay de otra.

Pero también es porque este viaje lo hice con uno de los cariños más grandes de mi vida, a quien ahora me une una amistad franca y profunda, aunque a veces nos equivoquemos. Con ciertos días de distancia, me doy cuenta de que visitar con él los escenarios en donde transcurrieron sus días felices de inocencia isleña, sus años de estudiante siempre llenos de zozobra pero tocados con el polvo mágico de lo que vendrá, los dulces recorridos diarios que un día no se repiten más, y ver a su gente, y comer su comida y pararme en su balcón a mirar el mar en los momentos de angustia, se trató realmente de un regalo de la vida.

Y uno siempre quiere más de esos regalos, aunque no se los merezca. Y yo quisiera volver a tomar un almendrón en la calle 23 y bajarme en Coppelia y preguntar en la fila quién es el último, y esperar a que me sirvan la ensalada con vainilla y rizado de chocolate. Y pasar la tarde andando todo el malecón o mirando los balcones vetustos de centro Habana mientras nos hacemos un cuento, y otro y otro más...

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