Los veo en el supermercado: un desagrado profundo en sus rostros al subirse al coche. Un desinterés franco al cargar al bebé. Una fatiga indisimulable para quitar el seguro y abrirle la portezuela a la esposa. Cuando están los dos a bordo, no se hablan. Parece que el coche, como esos de Disneylandia, conduciera solo.
Los heterosexuales no se pasan la infancia y menos la adolescencia defendiéndose de ataques que no entienden y que los llevan a sentir desagrado por sí mismos.
Se casan cuando quieren y la sociedad cierra filas para que duren juntos. Sus bodas son acontecimientos públicos, la gente gasta todo lo que puede para darle brillo al acontecimiento, les dan enormes regalos y las dos familias de los consortes buscan entretejer también, en el mejor de los casos, una buena relación.
Los heterosexuales no se pasan la infancia y menos la adolescencia defendiéndose de ataques que no entienden y que los llevan a sentir desagrado por sí mismos.

Pueden tener hijos a la hora que quieran (en México las madres adolescentes es una cosa que asombra) e incluso hacer de ellos los más desdichados, descargar en ellos todas sus frustraciones, transmitirles todas sus fobias, hacerlos pagar sus malas decisiones, todo nada más porque biológicamente Dios les dio ese derecho, dicen. De todas formas, aseguran no quedarse solos al final de sus vidas.
Si se mudan, si obtienen una beca, si reciben seguridad social de sus empresas, las esposas están consideradas, viajan con ellos, se instalan con ellos. Ni qué decir en Francia donde los impuestos se reducen notablemente para las parejas, y si tienen hijos las ayudas sociales se multiplican: en el bus, en el tren, en el teatro, en las escuelas.
Pero sobre todo, a nadie parece interesarles su sexualidad. Aún cuando para toda la especie humana las cuestiones de sexualidad son complejas, acarrean muchos conflictos, permanecen muchas verdades ocultas, en el caso de los heterosexuales la sexualidad no va por delante ni es motivo para aceptarlos o para rechazarlos. No tienen que preguntarse si en un país van a ser vistos o no, ni cuidarse de provocar la ira de los vecinos o la reacción de los amigos cuando sepan lo que hacen cuando cierran las puertas de su casa.
Los heterosexuales pueden estar juntos por treinta o cuarenta años si su salud se los permite, sin temor a que una nueva ley intente separarlos al día siguiente. Pero la prueba más grande de que no saben todo lo que tienen es que justamente muchos se niegan a compartirlo. Ni siquiera entienden de qué se les habla.
Si se mudan, si obtienen una beca, si reciben seguridad social de sus empresas, las esposas están consideradas, viajan con ellos, se instalan con ellos. Ni qué decir en Francia donde los impuestos se reducen notablemente para las parejas, y si tienen hijos las ayudas sociales se multiplican: en el bus, en el tren, en el teatro, en las escuelas.
Pero sobre todo, a nadie parece interesarles su sexualidad. Aún cuando para toda la especie humana las cuestiones de sexualidad son complejas, acarrean muchos conflictos, permanecen muchas verdades ocultas, en el caso de los heterosexuales la sexualidad no va por delante ni es motivo para aceptarlos o para rechazarlos. No tienen que preguntarse si en un país van a ser vistos o no, ni cuidarse de provocar la ira de los vecinos o la reacción de los amigos cuando sepan lo que hacen cuando cierran las puertas de su casa.
Los heterosexuales pueden estar juntos por treinta o cuarenta años si su salud se los permite, sin temor a que una nueva ley intente separarlos al día siguiente. Pero la prueba más grande de que no saben todo lo que tienen es que justamente muchos se niegan a compartirlo. Ni siquiera entienden de qué se les habla.