mayo 22, 2009

Después de la influenza














(Foto de Yazmín Ortega Cortés para La Jornada)


Hay que tener cuidado con lo que se desea.

Yo deseaba que en México la gente defendiera su derecho al tiempo libre tanto como he visto que lo hacen los ciudadanos de otros países. Yo deseaba que se retomara la costumbre de comer uno en su casa con la pausa posterior correspondiente como se hacía todavía cuando yo era niño.

Que el pasar tiempo en el espacio familiar se viera como un objetivo en sí mismo, y como un derecho como seres humanos, y no que la casa fuera un punto de encuentro entre trabajadores exhaustos y estudiantes aburridos, ambos chiflones de paso anhelando el momento de liberarse, no del monótono hogar aunque lo pareciera, sino de las tediosas imposiciones que los obligan a estar fuera todo el tiempo.

Yo quería que sucediera algo que provocara una verdadera solidaridad nacional, algo que demostrara que prevalece una unidad objetiva en el hecho de constituir un mismo país y que mostrara que cuando existen amenazas, éstas nos amenaza a todos, y cuando un beneficio común se logra, la ganancia es multiforme y repercurte en bienestar aunque, por dar un ejemplo, el contenido de una ley no nos concierna como individuos.

Yo quería que la gente en algún momento comprendiera que más allá de la enajenación trabajo-consumo (“trabajo para consumir, mi propio consumo me provee de trabajo”) existen otras formas de ser, aunque no sean promovidas por el discurso fatigante de la publicidad. Que existe un tiempo distinto al cronometrado, al que nos empuja de la cama y nos lanza a obligaciones rarísimas todo el día como ir al banco o a pagar impuestos. Que la gente prefiriera el mercado, aprovechando la florida oferta que tenemos en México, porque ahí se está menos expuesto a las insidiosas imágenes de los productos procesados que no nos dan más tiempo libre: sólo se lo entregan a quienes ya lo administran por nosotros.

Yo quería que la gente en México dejara de ver el centro comercial y el casino como los únicos rumbos de paseo. Añoraba una ciudad de México en que la gente no pareciera papas, sí: vulgares tubérculos cuando pasan por una planta transformadora del horrendo corredor industrial del Estado de México, yendo de una banda sinfin a otra, siendo amontonadas, clasificadas, empujadas, lanzadas, machacadas, sumergidas en aceite hirviendo y metidas en paquetes asfixiantes en una carrera que jamás cesa. Sin que una sola papa llegue a preguntarse qué hace en medio de tanto maltrato.

Quería ver el paseo de la Reforma ligero, como debió verse en otras épocas. Apreciar sus jardineras, poder atravesar la calle para ver de cerca el Ángel de la Independencia sin miedo a que me mataran los ríos de coches furiosos que salen por todos los ángulos. Sin embargo, el día que vi las fotos de esa calle semi vacía me dio mucha tristeza. Mucha tristeza.

No así. No era así como yo quería que los mexicanos volvieran a sus casas a reconocer el espacio familiar y el placer de la pausa. No era así como esperaba que se dieran cuenta de que a final de cuentas sí compartimos preocupaciones y que la unidad es lo que ha hecho seguros y eficientes a otros países. La unidad en la preparación, en la disciplina, en el estudio de las leyes que son votadas y en el respeto por las que se tienen.

No era así como yo quería que volviéramos a poner los ojos en los comercios que nos quedan cerca y no en los grandes abastecedores a quienes no les importamos como seres únicos, irrepetibles, sino como compradores repetidos e ignorantes, sustituibles, desechables como la mayoría de las cosas que nos venden.

No era así como yo quería que el tiempo del trabajo se disolviera por un momento, permitiendo la reflexión, enseñándonos que aparte del sol somos los únicos que ponemos fecha y hora a nuestros deseos, y cuando digo deseos mi cometido no tiene nada de sensual: hablo de esos deberes personales que desde hace años viven apachurrados abajo de las urgencias del jefe, del banco, del marido o la esposa, de la enredosa Hacienda, del perro que también tiene sus necesidades (¡hasta las necesidades del perro resultan impostergables!), del informe, de las vacaciones que hay que planear para no quedarse atrás de los ricos de la familia, de la quincena, de las ofertas, de las ventas nocturnas y de los pagos chiquitos, de los préstamos, de las crisis, de los intereses.

No era una historia tan rara como esta epidemia y sus peculiares medidas lo que yo quería que nos mostrara que un país puede y debe funcionar mejor con base en el interés por los demás, en la solidaridad, en la cultura y en el equilibrio entre lo que le damos al sistema y lo que el sistema nos da a nosotros.

El virus ha dejado ver que debajo de nuestros ires y venires diarios no hay una estructura en México, aparte de la administrativa, en la cual apoyarnos. Tienen razón los que dicen que lo de menos es la influenza: lo que da más miedo es el mal funcionamiento de todo, la dependencia en todos los aspectos, la patética falta de principios en todo lo que se decide. ¿Nos haremos preguntas al respecto ahora que estamos recluidos? ¿Qué nos dejará este encierro que parece de película de Bruce Willis? ¿Cómo serán esos mexicanos que volverán a las calles y a los trabajos terminado el penoso capítulo? ¿Qué habrá cambiado?


reneasdrubal@hotmail.com

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